HIJA DEL CAMARADA SUTIL, LA
Cada vez que Celinda se llevaba la copa a los labios, la observaba con ojos escrutadores. Aquel rostro colmado de sensualidad lo consumía. Era la mujer precisa, la hembra justa para deleitar a un hombre que se rendía ante la belleza. Por más que le buscase detalles desfavorables, su propia admiración actuaba como antídoto. Ahora que la tenía a metro y medio de distancia, bañada por la luz desatada del sol, y podía observar sus poros casi microscópicos, y unos vellos diminutos aletargados sobre su piel, la encontraba distanciadamente hermosa, kilométricamente deseable, bella como el lucero que observan los aldeanos con los primeros rayos del amanecer. Sintió el impulso enfermizo de besarla delante de la gente que comía a su alrededor. Se contuvo. No podía olvidar que ante todo era un caballero. Bebió de un vaso con agua y le sonrió.
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